Un día…
El tren se detuvo en la estación provinciana en uno de esos momentos mágicos de la jornada en los que la ciudad parece teñirse de tonos grises y ocres. Había llegado a Ávila, ciudad medieval en la que todo recuerda el paso de dos de los grandes místicos españoles: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Las murallas que la ciñen, sus piedras, los áridos paisajes, el intenso y largo frío, todo invita en ella a adentrarse en una aventura interior y mística, con el alma descalza y abierta. Comencé a andar dejándome envolver por el encanto de lo desconocido, y pude observar inmediatamente que me encontraba en una ciudad silenciosa y tranquila.
Cualquier día…
Los hombres y mujeres que me encontraba por la calle, la vida que percibía a mi alrededor, todo me parecía extraño y desconocido. Tuve que confesarme a mí misma que era eso precisamente lo que estaba buscando. ¿No había hecho un largo camino para alejarme de todo, para no encontrarme con nada más que con mi soledad, y en ella asumirme, quererme y, si eso fuera posible, pacificarme?
Estaba muy entrenada en el arte de huir, de esconderme de mí misma: había logrado llenar completamente mis días. Las horas de trabajo como enfermera en el hospital hacían que cada día emergieran con fuerza todas mis energías en la lucha por la vida, pero al final de la jornada no dejaba de experimentar la impotencia, el dolor y el cansancio ante el misterio del sufrimiento y de la muerte. El resto de las horas del día, y otros muchos días, transcurrían entre viajes, reuniones, encuentros y algún que otro trabajo de tipo humanitario. Jornadas bien ajustadas para que todo estuviera en su sitio y callase.
Hacía un intenso frío que atería mi cuerpo y penetraba mi corazón. Atravesé, sin conocerlas, calles y plazuelas y, cuando menos lo esperaba, me vi delante de un largo paredón, de viejas piedras y un tanto decadente, que me parecía hablar de una noble grandeza venida a menos. Era la tapia del convento dominico de Santo Tomás, cuya austeridad exterior no permitía presagiar la belleza y grandiosidad que se esconde en su interior. Tras hacer un corto trecho de camino, llegué a la que había de ser mi casa por unos días. Me sorprendió el edificio: de nueva construcción, estilo funcional y sencillo. Fue un respiro para mi mente afanada en asumir carcomas y naftalinas, oscuridades y antiguallas, a cambio de soledad , que era lo que yo buscaba. Una pequeña comunidad de la Orden de Santa Clara me acogió en su soledad y silencio, haciéndome partícipe de su propia riqueza. No me interesó especialmente, en un principio, quiénes eran ni qué hacían aquellas mujeres, ni supuso para mí nada especial el obligado recorrido por el convento. Después de un buen rato, pude, al fin, descansar en mi habitación.
En cualquier momento, de improviso….
En Ávila y en diciembre no hay que madrugar mucho para ver salir el sol, por lo que a la mañana siguiente conseguí llegar a la cita y paseé disfrutando de un paisaje natural recién estrenado. La luz del día desvelaba la silueta de los árboles y los pájaros se desperezaban cadenciosamente, acunados por una brisa fresca y suave. Entre cedros y abetos descubrí una pequeña ermita. Quedé sorprendida. Con la curiosidad de una adolescente penetré en su interior. Las paredes estaban completamente desnudas. La luz entraba por dos estrechas ventanas abiertas a bastante altura, sin duda para evitar distracciones cuando alguien quisiera orar allí. Y en el centro, un icono de Cristo crucificado. Me impresionaron sus ojos, grandes y abiertos, y su mirada que penetraba hasta lo más hondo de mi ser. Aquellos ojos miraban al mundo y me miraban insistentemente a mí, transcendiendo el espacio. No sé el tiempo que estuve ante el Crucifijo, sólo recuerdo una mirada que me embelesó. Y allí volví en los días sucesivos, a preguntarle al Señor qué debía hacer.
Puedes iniciar una nueva relación
Debo confesar que, picada por la curiosidad y marcada por la experiencia vivida, hojeé libros de arte, consulté artículos que me ayudaran a comprender el misterio de este icono de Cristo, cuyos grandes ojos habían quedado impresos en mi memoria. En los libros encontré la respuesta técnica; en la vida de Francisco y Clara de Asís, la aventura interior de quien se ha dejado transformar por Él.
Ha pasado el tiempo y hoy reavivo con fuerza el deseo de saber qué pasó entre aquel Cristo, de ojos grandes y mirada acogedora, y yo. Quien sabe lo que es una búsqueda sincera de la voluntad de Dios sobre la propia vida, podrá comprender el desasosiego que se siente al intuir que Dios formula una pregunta y espera una respuesta, que quiere algo determinado. Se van viviendo etapas: terminar la carrera, encontrar trabajo, viajar, emanciparse… Todas las fui cubriendo yo, una tras otra, en esa época de la vida en la que todo se prueba y, poco a poco, se va dejando todo porque nada sacia. La intuición de que Dios pide algo más, se va afirmando día a día. Surge el deseo de saber qué quiere, y al mismo tiempo se teme la respuesta.
Necesité volver muchas veces ante el icono de Jesús crucificado y descubrirle todo lo que bullía en mi corazón. Esperé largos ratos en la penumbra, con los ojos cerrados, escuchando por fuera y por dentro, con toda mi capacidad de percepción tensa y anhelante, por si acaso el Señor hablaba.
Puedes comenzar una nueva vida
Un día como tantos otros, cuando alcé los ojos hacia la cruz, la misma de siempre, la vi distinta; percibí la luminosidad del rostro del Señor, al tiempo que se iluminaba mi corazón. Aquel día Dios se hizo presente en mi vida de un modo especial.
Jesucristo se me reveló como el «camino» lleno de luz por el que yo debía andar en fidelidad y verdad. Y comprendí que cuando se descubre y acoge a Jesucristo como camino, verdad y vida, todo cambia. La vida misma y el mundo se ven con otros ojos. Nace la capacidad de asombro ante la obra de Dios y la mirada comienza a ser tan limpia que se advierte su presencia dentro y fuera de uno mismo. Fue entonces cuando, desde lo más hondo del corazón, dije que «sí» a aquel Cristo que me hablaba a mí en ese momento, como en otro tiempo lo había hecho a Francisco y a Clara.
Aunque el atardecer iba envolviendo el Crucifijo en una suave penumbra, nada le restaba luminosidad. Él ilumina por dentro, habla sin palabras y, en sus ojos, que traspasan el espacio y el tiempo, se lee la respuesta a mil interrogantes.
En aquella humilde ermita, aprendí lo que es mirar a Cristo y dejarse mirar por Él, abrirle el alma, confrontar la propia vida con la suya y, envuelta en su luz, escoger la inseguridad y echar a andar detrás de Él. Me comprometí con Él a vivir su evangelio en la Vida Contemplativa. Y Él me regaló hacer el camino de la mano de otras hermanas y hermanos.